Juventud en estado de alarma (II): el espejismo de la perfección digital y el espejo del bullying adulto
Hay algo inquietante en cómo los filtros han pasado de las pantallas a los rostros reales gracias a la presión estética en redes. Ya no se trata solo de retocar una foto, sino de borrar lo que nos hace humanos: las marcas del tiempo, la textura de la piel, la asimetría. Los adolescentes crecen creyendo que lo natural necesita corrección, que lo auténtico “falla” frente a la cámara. Y los adultos, en silencio, lo legitimamos.
Presión estética en redes
La conversación con ellos —sobre brackets, piel de porcelana, cuerpos “perfectos”— revela un miedo más profundo: no al rechazo, sino a la invisibilidad. Ser visto hoy parece requerir cumplir un molde. La industria lo sabe y se frota las manos; vende la ilusión de aceptación en frascos, jeringas y filtros. Los likes se convirtieron en moneda emocional, y el algoritmo premia la uniformidad.
No nos olvidemos de los labios, las uñas, el rostro entero: todo homogéneo, sin textura ni historia. La adolescencia siempre fue el territorio del ensayo, de probar identidades, de imitar para encontrar el propio camino. Pero ahora ese ensayo se ha vuelto una obligación de perfección. Antes también existía la presión por encajar, claro, pero había madres y padres que ponían algo de cordura, aunque no se los escuchara. Hoy esa voz se ha diluido en el ruido digital.
Muchos adultos ya no corrigen el rumbo porque están atrapados en la misma trampa: persiguiendo juventud, borrando arrugas, comparándose con versiones filtradas de sí mismos. Queremos proteger a nuestros hijos del dolor de quedar fuera, y en ese intento los empujamos justo hacia lo que los deshumaniza.
La naturaleza no busca la perfección: la vida florece en la diferencia. Ni los árboles crecen rectos ni los rostros son simétricos. La imperfección no es un fallo del sistema, es su principio vital. El problema no es que los chicos usen filtros o brackets por gusto, sino que nadie les enseña a preguntarse por qué.
Pero claro, ¿cómo pedirles discernimiento si los adultos también hemos sucumbido? Se lleva la necesidad de vivir eternamente, un sueño tan viejo como la humanidad, pero que hoy se palpa gracias a la ciencia. Ya nadie quiere envejecer, ni morir. Lo natural empieza a ser visto como algo propio de quienes no pueden permitirse transhumanizarse.
Antes la inmortalidad era mito: el elixir, la fuente de la juventud, los dioses que no morían. Hoy se presenta como una opción científica, un “avance” deseable. La vejez, en cambio, se percibe casi como una enfermedad; y morir, como falta de lucha.
Solo hay que escuchar las frases que se lanzan —a veces con buena intención— a quienes tienen cáncer: “tú puedes vencer”, “sé fuerte”. Como si la muerte fuera una derrota personal y no parte del ciclo natural.
Envejecer y morir se convierte en un error de programación, algo que debe ser corregido o pospuesto.
Así, lo “natural” se asocia a carencia: a no poder acceder al último tratamiento, al chip, a la terapia de moda. Y mientras tanto, los jóvenes aprenden mirando ese espejo: si los adultos huyen de su propio cuerpo, ¿cómo van a enseñarles a habitar el suyo?
La paradoja es que cuanto más cerca creemos estar de vencer el tiempo, más nos alejamos de vivirlo. Lo humano se mide en likes y longevidad, pero no en presencia. Buscamos ser eternos y terminamos siendo efímeros.
Quizá la verdadera revolución esté en volver a aceptar lo que envejece, lo que cambia, lo que se cae y vuelve a levantarse. En aceptar nuestras propias arrugas —las del rostro y las del alma— como forma de resistencia. Recordar que lo imperfecto sigue siendo el idioma más antiguo de la belleza.
¿Dónde están los adultos? El espejo del bullying
El bullying no es un fenómeno adolescente: es un reflejo de lo que los adultos ya normalizamos. Los chicos no inventan la crueldad, la aprenden. La ven en los comentarios sobre el cuerpo ajeno, en los memes que humillan, en los juicios instantáneos que llenan las redes.
El caso reciente de Nelly Furtado lo muestra con claridad: una mujer talentosa, reconocida por su voz y trayectoria, reducida al tamaño de su cuerpo. En lugar de celebrar su regreso, se le fiscaliza el peso. Como si su valor dependiera de entrar o no en un molde. Lo mismo que pasa en un patio de colegio, solo que con hashtags y trending topics.
Y entonces surge la pregunta incómoda: ¿dónde están los adultos?
No los que publican frases sobre empatía o autoaceptación, sino los que ejercen coherencia. Los que se atreven a decir —con hechos, no con eslóganes— que el cuerpo no es un argumento y que el talento no se mide en tallas ni en arrugas.
El bullying entre adultos es más sofisticado, pero igual de cruel. Se disfraza de humor, de crítica, de libertad de expresión. Pero debajo late lo mismo: la necesidad de reafirmarse aplastando al otro. Lo vemos a diario en redes, donde la indignación se volvió espectáculo y la burla, una forma de pertenencia.
Cuando los adultos participan en ese juego, legitiman el ciclo. Los jóvenes lo observan y aprenden que el valor está en la apariencia, que la exposición da poder, que el desprecio da relevancia.
Y así, el bullying se perpetúa, reciclado en cada generación con nuevos escenarios, pero la misma raíz: el miedo a no ser suficiente.
Tal vez la pregunta no sea solo “¿dónde están los adultos?”, sino “¿qué tipo de adultos hemos llegado a ser?”. Si de verdad queremos educar en respeto, primero habrá que dejar de aplaudir el linchamiento público y recuperar la empatía como un acto político, no como una frase bonita.
Porque el día que dejemos de normalizar la crueldad —en el colegio, en los medios o en Instagram—, ese día los adolescentes volverán a encontrar adultos que valga la pena escuchar.
Referencia audiovisual
Esta distopía ya fue retratada en el episodio “Nosedive” (Caída en picado) de Black Mirror — una sociedad donde cada sonrisa y cada gesto valen puntos. Allí, la autenticidad se vuelve un riesgo y la perfección, una condena. No hace falta estar en ese futuro: ya lo habitamos a pequeña escala, cada vez que tememos publicar una foto sin filtro o perder autoestima por una puntuación invisible.
Si no leíste la primera parte, te recomiendo volver a Juventud en estado de alarma (I) para entender cómo empezó esta reflexión sobre la belleza, el miedo y el espejismo de la eterna juventud.
Si eres padre o madre y te preocupa cómo acompañar a tus hijos en esta época de pantallas, exigencias y espejos digitales, te invito a leer también:
👉 Generación de cristal: adultos rotos
👉 Generación en llamas: Zoomers y crisis permanente
Dos miradas complementarias sobre la juventud y sus desafíos, para aprender a acompañarlos desde otro lugar, con más presencia, menos miedo y juicio.
🎬 Si te interesa seguir explorando cómo las redes moldean la mirada de los más jóvenes, te recomiendo también este artículo:
👉 Adolescentes, redes sociales y cine
Una lectura que analiza cómo el cine refleja —y a veces anticipa— la forma en que las pantallas colonizan la identidad, la autoestima y los vínculos.
Hola, Flor, qué verdades dices. Primero la juventud, es cierto, no quieren envejecer (el otro día me lo dijeron algunos en clase), me quedé a cuadros.
Y lo del acoso, ¿qué te voy a contar? Hay más acoso entre la población adulta que en cualquier otro sitio, camuflado como dices por esa libertad de expresión que a veces no se sabe controlar. Una sociedad de víctimas y verdugos que encara un mal futuro.
Excelente artículo.
Un abrazo. 🤗
Te leo con tristeza. Me confirmas lo que siento, eso que a veces me hace pensar que soy nihilista al ver todo lo que se está normalizando. Un fuerte abrazo y gracias por compartir tu experiencia en el aula y personal.