El sistema que ya no necesita humanos. El futuro del empleo
Amazon acaba de dejar entrever su próxima gran jugada: reemplazar hasta 600 000 trabajadores con robots antes de 2030. No es un hecho aislado ni un exceso mediático. Es el signo de los tiempos. La automatización ya no es una tendencia: es la nueva estructura del capitalismo digital.
Durante décadas nos dijeron que la tecnología liberaría al ser humano del trabajo rutinario, para dedicarse a tareas más creativas. Pero la promesa se torció: el progreso se volvió un proceso de sustitución. La eficiencia dejó de ser un medio para mejorar vidas y se convirtió en un fin que prescinde de ellas.
El discurso es impecable en lo técnico y ciego en lo humano. Las empresas celebran la reducción de costes, la precisión de las máquinas, la velocidad del algoritmo. Pero nadie responde la pregunta más simple: ¿quién va a consumir en un mundo sin empleo?
Un sistema que excluye al ser humano como productor, inevitablemente lo excluye también como consumidor. Sin trabajo, no hay ingresos. Sin ingresos, no hay mercado. Si la mitad de la población queda fuera del circuito productivo, el crecimiento deja de tener sentido.
¿Para quién fabrican entonces los robots? ¿Quién comprará la mercancía de un mundo sin compradores?
Detrás de la palabra “automatización” hay una mutación del poder: la concentración absoluta en manos de corporaciones que ya no compiten por mercados, sino por soberanía. Es lo que muchos llaman tecno-feudalismo: pocos dueños de las plataformas, millones de siervos digitales produciendo datos, clics, contenido. Los Estados observan, legislan con lentitud, y las sociedades intentan adaptarse a un juego que no controlan.
Y en medio de este tablero, la natalidad cae. Tener hijos se vuelve una decisión cada vez más difícil en un sistema que no garantiza futuro. El trabajo —esa estructura invisible que daba sentido al esfuerzo, a la planificación, a la esperanza— se desdibuja. La precariedad no es solo económica: es existencial.
No es casual que emerjan debates sobre renta básica universal o nuevos modelos de redistribución. Si el empleo ya no puede sostener a la población, el sistema deberá reinventarse o colapsar sobre su propia lógica. Porque las máquinas no pagan impuestos, no se enferman, no compran casas ni envían a sus hijos a la escuela. Son perfectas productoras, pero pésimas consumidoras.
Y cuando la demanda humana desaparece, el castillo digital se derrumba sobre su propia perfección.
La pregunta, entonces, ya no es qué profesiones sobrevivirán, sino qué tipo de humanidad queremos preservar.
Porque el verdadero desafío no será competir con la inteligencia artificial, sino recordar por qué la creamos.
La verdadera disrupción sería volver a poner al ser humano en el centro.